Artículo publicado en 1989 por Antonio Gala. Sigue en actualidad.
Se dice, y es verdad -y sería verdad- que no hay soledad peor que la del camino de vuelta, cuando la ilusión ha deshecho su nido y ha volado; la definitiva, que no significa ya un compás de espera o un aplazamiento; la absoluta, distinta de aquéllas otras que sólo anegaron un fragmento del gran campo que éramos; la que se instala en nosotros cuando todo nos deja, hasta la vida, cuando miramos a nuestro alrededor y entonamos el total ubi sunt, y echamos de menos cuanto tuvimos y cuanto no tuvimos, hasta a nosotros, porque nos da la sensación de que no estamos, de que casi no somos, de que salimos un momento sin saber bien a qué y no hemos vuelto más. Se dice, y es verdad -y sería verdad-, que es la vida un vaivén entre el recuerdo y la esperanza, y que cuando pesa más el primero la soledad nos rinde: el recuerdo hace poca compañía sino se le comparte, si no es un trampolín o una pértiga que ayude a saltar más. Se dice, y es verdad -y sería verdad-, que la vida nos coloca y nos descoloca como piezas de una partida de ajedrez, de la que no sabemos quién la juega, ni quién la gana, tan sólo quién la pierde: nosotros, cuando, sin contrincante ya, se nos hace el gesto de dejar el tablero.
Pero ¿eso sucede de repente, o muy poquito a poco? ¿Es que tal soledad no es la más remediable a priori, no a posteriori, como una enfermedad que debe prevenirse? Contra ella hay que luchar desde el principio, no del suyo, sino del nuestro. No se improvisa un viejo; se va haciendo. Desde el niño, desde el joven, desde el adulto. La vejez tiene dentro todas esas edades. ¿Cómo va a estar sola si la acompañan la curiosidad, la sorpresa y la admiración que formaron su infancia; el entusiasmo, la generosidad y el ímpetu que formaron su juventud; la reflexión, la ponderación y la serenidad que formaron su madurez?. La soledad del viejo es el producto de las anteriores. Si se ha combatido frente a ellas dando paso al pesar y a la gloria del mundo, a su depredación y a su enriquecimiento, la soledad final no se producirá. Y para ello no hay que mirar atrás con insistencia; no hay que empeñarse en que este sentimiento, esta mano, este medio-día hubiesen sido más hermosos hace veinte o cuarenta años: la vida es hoy; lo anterior fue un modo, bueno o malo, de llegar hasta aquí.
Todo lo que de veras importa es un proceso. El desamor comienza a la vez que el amor: con la misma fatalidad que él se desenvuelve, hasta que un día pueden más la deslealtad, las distracciones, los malos gestos, el egoísmo que crecían dentro del admirable fruto como el gusano, que no sobreviene a la manzana sino que dentro de ella nace y se desarrolla. La muerte comienza a la vez que la vida: son hermanas siamesas: vivimos muriendo y hemos de procurar morir viviendo; se trata de caminos paralelos contrarios, que se baten en nuestro interior mucho más aún que fuera…..Y así la vejez, como proceso, es lo que más nos duele: cuando la vamos percibiendo como una lentísima e insaciable enemiga. Sin embargo, la vejez como concepto, como estación de llegada, es confortable; aceptada y reconocida, es la conclusión de una crisis molesta en la que el hombre es aún joven a sus ojos -porque es él mismo, movido por su inercia-, pero no es joven ya más que a sus ojos. El hombre viejo no es que se ensimisme en un cuartel de invierno, como en su gruta un león desdentado: es que sale a reñir un combate distinto. No aspira a retornar, no aspira a la inmortalidad, ni tampoco a la muerte: más completo que el otro, tiene otras armas, otros alcances y muy otros propósitos.
El ser humano, salvo el idiota, cuando envejece no sólo pierde: gana ternura, comprensión, proximidad; se perfecciona en la serenidad, en la auténtica buena educación -no dejarse llevar por sugerencias momentáneas-; se desata de trabas artificiales y dañinas: la ansiedad, la competitividad; se desentiende, contra lo que parecería natural, de la prisa y la urgencia. Y por eso el amor de los viejos es el que encuentro más humano; por fin, la sexualidad no se identifica con el coito, ni la posesión con la penetración; no se desestima la correspondencia, ni se desdeña la sensualidad larga y profunda. Si alguien no lo ve así, es por víctima no de su decadencia física, sino de sus represiones y prejuicios, y de una arrastrada soledad. Porque la vida y el amor transcurren juntos, y en mayor vida cabe mayor amor.
Otra cosa es que esta sociedad nuestra no dé facilidades para envejecer bien, y que, por si fuera poco, sea cruel y despectiva con sus ancianos. No pensamos que, dentro de muy poco, la mitad de la población europea estará jubilada. No pensamos en lo desdichada que es la sociedad en la que vivir más se convierte en un problema; en que a sus viejos no les asusta la muerte, sino la vida, y es el temor al futuro -a su breve futuro- el que los asesina. Define mejor a un pueblo entero la forma de tratar a los viejos que la de tratar a los niños: con la esperanza es más fácil relacionarse que con los resultados; pero más daño le hace a una sociedad la actitud descuidada con la vejez que todas las corrientes abortistas y divorcistas juntas. La familia, o es un semillero que se cumple en la indecible patria de la sangre, o no es nada.
Por eso detesto a esos parientes incomprensivos -perros del hortelano- que ni aman ellos, ni dejan amar a sus mayores; que interrumpen, o estropean, o ensucian sus historias de amor, sus historias de plenitud y de sonrisa; que los arropan tanto que acaban por ahogarlos, nunca se sabe si por respeto cariñoso, o por vergüenza de exhibir lo que ellos juzgan feo. Y por eso detesto a esos otros parientes que reniegan de sus viejos como de un lastre o de una peste, sin saber que están pintando, ante los ojos de sus hijos, el propio porvenir. Tanto los primeros como los segundos condenan a los viejos a la pasividad. Y eso es un crimen grave. En otras sociedades más floridas que ésta fue la experiencia la que gobernó. Y Alcibíades, el más deslumbrador joven de Atenas, se enamoró -si bien fue rechazado- del más sabio y mayor de los filósofos, de Sócrates, cosa bien lógica además. Sencillamente porque, como escribió Eliot, “el momento de la rosa y el momento del tejo tienen la misma duración”. Cada vida -y cada una de sus fases- es un tiempo completo en sí, o sea, una diferente posibilidad: según la amplitud que se le dé, así estará de habitada o de vacía, de acompañada o sola.